Los
recientes sucesos de Japón constituyen un doloroso como triste respaldo
a la firme posición del clamor ecologista: los reactores nucleares son
un grave peligro contra la humanidad. Y no se trata sólo de un riesgo,
sino de toda una trama engañosa que apareja –como costo– una cuenta
cualitativamente truculenta, gracias a las travesuras de la economía
contra el medioambiente.
No
cabe duda que un reactor nuclear produce energía eléctrica limpia, como
pura y no empeora el calentamiento terrestre, porque no usa combustible
fósil alguno (petróleo ni carbón). Tampoco atenta contra los
ecosistemas porque no precisa de embalses de agua para turbinas; menos
quema madera.
Si la energía que se genera en las plantas nucleares es limpia, ¿dónde se encuentra el peligro?
De
un lado se trata de su estructura; cualquier reactor nuclear constituye
una auténtica bomba de tiempo. De otro lado, su basura es el segundo
peligro. Por razones de método se comienza con este último.
¿Qué es la basura nuclear y dónde se encuentra su acción destructora de la vida?
Constituye
basura nuclear todo resto de mineral radiactivo empleado en su
producción. Este material, al resultar ya inservible para el proceso de
elaboración de energía eléctrica, debe ser desechado por haber agotado
su potencialidad. Empero, la denominada “ceniza nuclear” –como así lo
anota la ciencia– continúa emitiendo radioactividad, situación que dura
más de cien años. Merece, por tanto, un proceso de extraordinaria
atención para ser descartada lo más lejos posible de la presencia
humana.
¿Qué hacen aquellas empresas con la basura que producen?
Hasta
hace una veintena de años, cuando había aún pocas plantas generadoras,
las empresas contrataban y pagaban transportadoras para que hagan
desaparecer su ceniza, acumulada en inmensos volúmenes y miles de
toneladas de peso. Aquél negocio resultó fabuloso para empresarios sin
escrúpulos de embarcaciones marítimas, porque disponían el envío de tan
estratégica carga para ser depositada en países del Tercer Mundo, así
sea sobornando autoridades. Se hacía creer a ingenuas poblaciones que
aquellas cenizas eran fertilizantes, útiles para la agricultura; también
que se trataba de material especial para construcción y relleno de
carreteras.
Ante
las advertencias permanentes de las entidades ecologistas
internacionales como Greenpeace, que controlaban el caso, efectuaban
seguimiento y brindaban información al Tercer Mundo, las comunidades
locales comenzaron a reaccionar airadamente. Sus protestas se hacían
efectivas con manifestaciones masivas que no dejaban de agravarse por
ejercer violencia para ser escuchados por las autoridades.
Para
que nadie sostenga que lo anterior sea una mentira, van dos hechos como
prueba. El barco “Khian Sea”, con 14.000 toneladas de ceniza tóxica
salió de Filadelfia, PA, USA, dando vueltas por el mundo, donde era
impacientemente esperado por airadas masas humanas preparadas. De
Bahamas, pasó a República Dominicana, Honduras, Bermuda, Guinea Bissau y
Antillas Holandesas. En Haití descargó 4.000 toneladas con permiso del
dictador Jean Claude Duvalier; empero, al darse cuenta los haitianos, de
aquella barbaridad, hubieron de reaccionar como la situación merecía.
Sin embargo, y aprovechando la noche, el barco escapó del lugar dejando
su presente en plena playa.
Finalmente,
y al darse cuenta el tiempo transcurría, aunque nadie aceptaba tan
generosas ofertas, el capitán dispuso sea vertida su carga en el Océano
Índico. Otra embarcación, de origen caribeño, denominada: "MV Ulla",
esta vez con cenizas de España, se hundió en el golfo de Iskenderun, en
el mar Mediterráneo, al sur de Turquía el día 7 de septiembre de 2004.
No
es exageración sostener que ya puede explicarse, ahora, porque el mar
nos brinda peligrosas como nuevas especies, genéticamente degeneradas.
Quede
muy claro que al día de hoy las plantas nucleares han proliferado
excesivamente en el Primer Mundo, al extremo de que los EE.UU. tienen
102, Francia 76 y Japón 74. Es claro apercibirse que, ante semejante
incremento de reactores, la basura nuclear ha aumentado y seguirá
creciendo en grado ascendiente, multiplicando su potencialidad
atentatoria.
Ante
la conciencia activa y reacción efectiva de las comunidades locales,
como del consenso internacional adverso, las empresas decidieron cambio
de estrategia. Ahora guardan su basura en porciones –cual cadáveres semi
vivos– encerrados en verdaderos sarcófagos, cuidadosamente protegidos y
“rigurosamente inspeccionados, monitorizados y colocados en trincheras o
profundos pozos de enterramiento”. En tal limbo de paz, las momias
nucleares esperarán su destino; vale decir, su siglo, para morir
definitivamente (extinción total de su proceso radioactivo)
Este
particular peligro ya no escapa de continente. Se encuentra esta vez en
casa propia (el mundo industrializado) donde se le hace creer a su
población que “todo se halla bajo control” y sin riesgo alguno.
Patentes
situaciones acorralan ahora a las empresas, porque éstas ya no pueden
negar dos realidades en sus propias narices. La primera, que los
sarcófagos seguirán aumentando en número y a ritmo acelerado; la
segunda, que cualquier accidente externo de consideración podría
rajarlos o quebrarlos permitiendo que los espectros de las momias
escapen por el aire para buscarse otros muertos más. Por supuesto, ya no
se sabrá el lugar exacto de ruptura de un féretro cualquiera; menos
podrá ser sellado de nuevo.
En
claro como objetivo lenguaje, quienes vivimos en el mundo
industrializado ignoramos que estamos sentados sobre un volcán. Sin
ficción ni cuento alguno, se trata de cementerios anatematizados por la
humanidad, donde el malvado destino –una excavación minera, o un trabajo
subterráneo para infraestructura– no tendría inconveniente en expulsar a
aquellos seres de su hábitat y pacífico descanso, bajo tierra, para
enviarlos aún mucho más arriba: a convertir en radioactivas, las nubes.
Pasemos ahora al tema de fondo.
¿Por qué los reactores nucleares significan verdaderas bombas de tiempo?
La
inmensa masa acumulada de energía, requiere de estructuras sólidas
hechas con materiales especiales que brinden cierto grado de seguridad
para que todos creamos que los reactores nucleares son seguros y
protegidos. La “prenda de garantía” se encuentra en los conocimientos
científicos y la “tecnología moderna y de punta”, al decir de técnicos,
gerentes nucleares y autoridades políticas. Sin embargo, –y como lo hice
notar hace seis años atrás en un libro publicado en EE.UU. en idioma
inglés– una cosa es la seguridad estructural del aparato reactor y otra,
la seguridad del ambiente externo. Expresé que jamás una planta nuclear
puede estar garantizada contra un terremoto, un rayo o el impacto de un
avión que caiga por accidente.
Y
no me equivoqué en lo mínimo. Bastó pocos minutos para que un poderoso
tsunami ataque cuatro planteas nucleares en Fukushima, cuya acción de
las aguas invasoras, arrastró y estrelló tierra adentro –y como papel–
vehículos, casas, puentes, monumentos, edificios, y aún grandes barcos.
Desgraciado espectáculo nos ofrece ahora tan simpático país oriental.
Con
la experiencia producida –que es sólo una de las muchas que pueden
darse y en variadas formas– ni aunque las plantas nucleares sean
instaladas bajo tierra, estarán a salvo. Resultaron como niños rebeldes,
a los que hay que azotar con agua para que se enfríen y dejen de
reaccionar. He ahí –por otra parte– el despiadado castigo de las fuerzas
físicas descontroladas, fruto de la acción lucrativa del sistema
económico social, donde no importa el ser humano como tal, ni sus
valores, por ser apenas un esclavo más del consumo.
El
escritor argentino Javier Rodríguez Pardo, comentando la conducta de
quienes se encuentran dosificando la información y ocultando la verdad
“para no generar alarma” en la opinión pública mundial, nos dice: “Las
imágenes del reactor humeante aún no han sido explicadas y menos sus
efectos. El técnico nuclear oriental no se diferencia al de occidente.
Ambos minimizan los eventos trágicos de la actividad nuclear, ocultan la
gravedad del siniestro, niegan el impacto radiactivo…”
Esta
misma persona previene que se está sembrando la isla de bombas
atómicas, expuestas a ser detonadas o por otro Tsunami “o por la mano
desprevenida de algún técnico que omitió vigilar alguna válvula, porque
con la energía nuclear no existe umbral seguro”. Nos recuerda también
que ya en la década del 90 había malestar en el pueblo japonés, cuyo
clan empresarial y gobierno –en franco maridaje y para suavizar la
opinión pública nacional alarmada– crearon el personaje de historieta
denominado: “Pluto Boy”
Este
personaje, de dibujos animados, mejillas rosadas, casco y antenas,
“adorable” según su propio círculo, mandaba su propio mensaje: “El
plutonio es bueno para ti. Yo no soy un monstruo, por favor mírame
cuidadosamente como soy”. El video fue distribuido por Japan's Power
Reactor and Nuclear Fuel Development Corp. y aparecía diariamente en la
televisión para convencer al público nipón, que el cuerpo asimila la
radiación sin mayores riesgos.
El
mentiroso Pluto boy no existe más. Las explosiones nucleares de
Fukushima han desmentido su candor y el riesgo temido por la gente se ha
hecho realidad, al extremo que el propio Gobierno acaba de anunciar el
cierre definitivo de aquella planta. Tal es el crudo resultado de
“tecnológicos” sistemas que se consideraban seguros, cuyas muestras
exhiben miles de emigrados tomando tabletas de yoduro de potasio para
salvar sus vidas, países vecinos sintiendo las visitas del fenómeno
radiactivo, plantaciones japonesas de espinaca y otras verduras con alto
grado de contaminación, almacenes de provisiones con numerosos
productos afectados (mantequilla, leche y queso, por ejemplo),
destrucción de economías familiares por el miedo a la radioactividad,
abandono forzado, nubes enrarecidas, etc.
A
todo lo anterior se añade que Japón ya tuvo otro severo problema el año
2007 en la planta nuclear de Tokaimura, con siete reactores. Por la
propia experiencia nacional acumulada –las explosiones atómicas sufridas
en Hiroshima y Nagasaki– sabe el pueblo japonés, y ya comenzaron sus
manifestaciones de protesta, que ya no debe permitir más riesgos contra
su seguridad con sistemas que jamás le van a brindar. Aún sin terremoto
ni conmoción extraordinaria, existen fugas radioactivas.
Gracias
a la proliferación de las plantas nucleares, nos vamos acercando al
macro peligro planetario; la gradual esterilización de formas de la vida
terrestre, con mucha más rapidez que el propio calentamiento global.
Ha
llegado la hora que el grueso de la humanidad haga sentir su voz
unánime de protesta e imponga el: No, a las plantas nucleares, contra el
audaz orden establecido, donde primero son los negocios.
Esta voz debe correr y tronar de extremo a extremo del orbe terrestre para salvar la vida.
De
lo contrario, el transcurrir terrestre será un espectáculo de una
inmensa tragedia de humanos degradados, muchos de aquellos condenados a
muerte lenta.
Por
un mínimo de solidaridad con el dolor humano, evitemos los ingratos
espectáculos de seres que hayan tenido la desgracia de sobrevivir una
peor catástrofe nuclear; así sean (a título enunciativo): personas sin
dientes ni cabellos, paralíticos, con órganos inutilizados, esterilidad,
niños deformados, más el cáncer a la orden del día.
Gustavo Portocarrero Valda -USA-
El autor ha publicado 14 libros. Sus principales obras sobre el tema
específico ambiental son: El Hombre, animal en peligro de extinción,
Manual de Ecología Política, Epopeya y muerte de la Tierra,
Conversaciones con el Planeta Tierra, Earth’s Destruction and our hope
in the Ecologist.
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